El niño prehistórico que fue el primer espectador de arte de la historia de la Humanidad (que sepamos)
Una vez, en uno de sus habituales ejercicios de lucidez, Jorge Luis Borges logró esculpir en palabras lo que percibimos ante una verdadera obra de arte: una inminente revelación que no se produce. Sabemos que estamos frente algo más importante que nosotros, atisbamos la iluminación que nos alcanza, y, al mismo tiempo, no podemos desembarazarnos de la sensación de que no lo estamos entendiendo del todo. Es el incómodo presentimiento de que lo más importante se nos está escapando (quizás con más lecturas, más agudeza, más atención, ¿quién sabe?). Como si Dios nos hablara, pero lo hiciera en otra lengua, una quizás emparentada con la nuestra, de la que entendemos muchas palabras, pero no las más importantes. Una revelación es un descubrimiento y esta es la historia de dos descubrimientos: uno se produjo hace casi 30 años; el otro, hace unos 30 000. Empecemos por el primero, que, en realidad, es el último.
Ardèche es un departamento del sur de Francia de clima mediterráneo y pueblos somnolientos. Forma parte de esa otra Francia que nunca sale en las postales, porque no es sibarita ni pintoresca ni sofisticada. Aquí, el 18 de diciembre de 1994, no lejos de uno de los caprichosos meandros del río Ardèche, tres aficionados a la espeleología se hallaban explorando las escarpadas laderas del valle. Éliette Brunel, Jean-Marie Chauvet y Christian Hillaire habían localizado una hendidura, camuflada por la vegetación, al fondo de la cual emergía una corriente de aire. Utilizando dinamita lograron agrandar el agujero. Cuando se asomaron, descubrieron una enorme cavidad de lo que parecía ser una gruta. El foco de las linternas les permitía distinguir el suelo a unos diez metros bajo sus pies. Decididos a seguir investigando, regresaron a la furgoneta para coger una escalera. Hacía rato que ya era de noche.
Con cuidado fueron bajando los peldaños de la escala de metal. Los ecos de gotas lejanas desprendiéndose de estalactitas absortas resonaban contra las paredes. Con sus linternas como única defensa frente a la sólida oscuridad, empezaron a explorar la cavidad. No tardaron en descubrir que daba a otra sala igual de negra, húmeda y vacía. La curiosidad pudo más que la prudencia y, en fila india, se dirigieron hacia ella. Fue entonces cuando ocurrió. “Il sont venus”, dijo, de pronto, Éliette Brunel (“Han estado aquí”). Acababa de ver en una de las paredes dos trazos en rojo hechos con el dedo. “¿Quienes?”, le respondieron sus compañeros. “Los hombres prehistóricos”. Éliette, Jean-Marie y Christian habían descubierto una nueva e inesperada Capilla Sixtina del arte paleolítico, comparable a Lascaux y a Altamira, y, a la vez, una cápsula del tiempo, que llevaba más 20 000 años sellada.
Caballos salvajes, rinocerontes lanudos y uros, los extintos antepasados salvajes de los toros. Abajo a la derecha se observa un duelo entre dos rinocerontes lanudos. (Wikimedia Commons)
El tiempo, las dimensiones cronológicas a las que nos enfrentamos, es una de las primeras cosas que convierte en excepcional este yacimiento. Los análisis de carbono 14 revelan que las primeras pinturas de la gruta datan de hace unos 36 500 años. Para que se haga una idea de lo que eso significa: en esa época aún faltaban miles de años para que los seres humanos empezaran a poblar América y en Europa el Homo sapiens todavía convivía con los neandertales. Habrían de pasar 15 000 años para que se hicieran las primeras pinturas rupestres en la cueva de Lascaux, cerca de 26 000 para que se fundaran los primeros asentamientos urbanos en Oriente Próximo; más de 30 000 para que apareciera la escritura y alrededor de 32 000 para que se construyera la pirámide de Keops en Egipto. Hablamos, por tanto, de una época tan remota, sepultada bajo tantos, tantísimos siglos, que su antigüedad resulta inconcebible para la breve vida de un ser humano.
A lo largo de todo ese tiempo, la cueva tuvo dos momentos de ocupación. El primero fue entre el 36 500 y el 33 500 antes del presente. El otro se produjo entre el 31 000 y el 28 000. Cuando hablamos de ocupación, no quiere decir que hubiera gente habitando la gruta. Al contrario de lo que se suele creer, los seres humanos nunca han vivido en cuevas y cualquiera que se haya adentrado en alguna sabe por qué: son lugares oscuros, húmedos y nada cómodos. Si acaso, los grupos de cazadores-recolectores nómadas del Paleolítico podían colocar temporalmente sus cabañas en la entrada para resguardarse de la lluvia y la nieve, pero nada de quedarse a vivir en una caverna. Después del último periodo de ocupación, sin que sepamos por qué, la cueva de Chauvet-Pont d’Arc dejó de ser frecuentada por nuestros antepasados, hasta que hace 21 500 años un derrumbe selló para siempre la única entrada. Ello permitió, que se conservara intacta a lo largo de los milenios, hasta que en 1994 fue redescubierta.
Manada de leonas persiguiendo a unos bisontes. (Autor: Claude Valette / Wikipedia Commons)
Pero si la Chauvet resulta impresionante es por la exuberancia de su conjunto pictórico. Más de mil dibujos realizados con distintas técnicas distribuidas por las diferentes salas de la gruta. La mayoría data de la primera época de ocupación y tiende a concentrarse en las áreas más profundas de la cueva. En conjunto estas pinturas constituyen un auténtico bestiario del Auriñaciense. Como si fuéramos pasando las hojas de una vieja enciclopedia de fauna prehistórica, a lo largo de las paredes de la Chauvet vemos osos cavernarios, íbices, caballos salvajes, mamuts, rinocerontes lanudos, megalóceros (una especie de alce gigante) y leones. Hay incluso una pantera. Por increíble que parezca, todos esos animales correteaban por las llanuras del sur de Francia hace más de 30 000 años. A veces se los representa aislados, pero no es raro que aparezcan apelotonados en abigarradas composiciones. En ocasiones conforman incluso escenas como la que se encuentra en la denominada “Sala del fondo”, en la que unos leones se lanzan a la caza de unos bisontes, u otra que representa a dos rinocerontes lanudos chocando sus cornamentas. Sorprende siempre la habilidad técnica de los artistas que dibujaron estos animales. A veces, como en la representación de un mamut, aprovechan el relieve de la pared para acentuar la impresión tridimensional del dibujo. Otras, como en varias escenas de caballos y leones, superponen a los animales para dar una sensación de perspectiva. Y casi siempre sorprenden con una capacidad única para representar a los animales con un vívido realismo recurriendo apenas a un par de trazos. Hay muchas horas de paciencia en medio del bosque, de precisa observación de la fauna, detrás de cada dibujo; muchas horas de práctica para ir educando la mano a lo que ve el ojo y un instinto natural que solo tienen los genios. No sabemos quiénes trazaron esas líneas sobre las paredes, pero tenga por seguro, que si alguno de esos artistas del Paleolítico hubiera nacido en el Renacimiento, su nombre estaría entre las grandes figuras de la Historia de la Pintura.
Silueta de un oso cavernario (© MCC/DRAC)
No solo encontramos animales en las pinturas rupestres de la Chauvet, sino también otros motivos, cuya interpretación a menudo resulta difícil. Hay al menos dos representaciones de lo que podría ser un insecto, cruces, un signo en forma de w y también lo que parece la imagen de una cadera femenina, con los genitales y las piernas. Se trata de la única representación humana de la cueva… o casi. En las paredes abundan los denominados “dominós”: conjuntos de puntos rojos realizados con la palma de la mano untada en pintura. También hay impresiones completas de manos y manos “en negativo”, es decir, siluetas retratadas en la roca al apoyar la mano en la pared y rociarla con pintura escupida por la boca.
Pubis femenino junto a cabeza de bisonte (Autor: Claude Valette / Wikipedia Commons)
Existen además numerosos grabados realizados con sílex o simplemente con el dedo sobre el fango de las paredes y que, si se han conservado en tan perfecto estado, es debido al derrumbe que selló la entrada. Por encima de todos destaca la extraña imagen de un búho, con la cabeza girada completamente hacia el espectador para observarlo desde hace más de 30 000 años. Se trata de una de las escasísimas representaciones de aves del arte rupestre del Paleolítico.
Búho dibujado con el dedo en la pared arcillosa. (© MCC/DRAC)
¿Cómo realizaban estas pinturas los cazadores-recolectores de hace 35 000 años? Empecemos diciendo que no resultaba nada fácil, pues necesitaban luz artificial, especialmente porque parecían preferir las salas más profundas de la cueva. Para ello recurrían a antorchas o linternas. Estas eran unos cuencos, a menudo de piedra, que funcionaban como las velas. Se llenaban con grasa animal y, a modo de mecha, se utilizaban fibras vegetales. Los lugares donde pintar o hacer los grabados se elegían cuidadosamente y, a veces, se preparaba la pared, raspando los restos de fango para que la pintura se adhiriera mejor a la piedra. De ello se deduce que las pinturas rupestres no eran, ni mucho menos, un capricho o un mero acto espontáneo. El autor (o la autora) planificaba el dibujo y tenía una idea clara de cómo quería que quedara. Los pigmentos utilizados eran dos: tizones (carbón vegetal) para el negro y óxido de hierro obtenido de una piedra hematita para el ocre.
¿Y quienes realizaron estas pinturas? Ese es un enigma que no sabemos. Por los indicios con los que contamos podemos estar seguros de que no eran neandertales, sino Homo sapiens: grupos de cazadores-recolectores nómadas que a lo largo del año iban trasladando sus asentamientos por el territorio en busca de las diferentes fuentes de alimento que estaban disponibles en cada estación: caza, pesca y, sobre todo, frutos y vegetales. Sabemos que fueron muchos los que pintaron en la cueva de la Chauvet. La primera época de uso de la cueva se extendió a lo largo de unos 3000 años. Si somos extraordinariamente optimistas y consideramos que cada generación de cazadores-recolectores podía vivir unos 50 años, obtendremos un total de 60 generaciones durante esta primera época. De hecho, son varios los dibujos en la cueva que han sido borrados para pintar algo nuevo encima o que están tapando otros más antiguos. De todos los innumerables artistas que dejaron su huella anónima en las paredes podemos reconocer a uno. En varios paneles de puntos y de manos impresas se observa una que se repite. Es fácil de reconocer pues tiene el meñique torcido. Puede que se tratase de un defecto congénito, pero lo más probable es que el artista se rompiera el dedo, quizás en un accidente de caza, y que, tras soldarse los huesos, el meñique se le hubiera quedado así para siempre. Por las impresiones palmares que se encuentran a mayor altura del suelo, podemos deducir que medía alrededor de 1’80 m, por lo que con toda probabilidad era un hombre. Uno de los paneles realizados por la mano de nuestro artista del meñique roto está al lado de otra agrupación de puntos palmares que realizó otro individuo. Por el tamaño de la mano se deduce que era un adolescente o una mujer. En realidad, eso es todo lo que sabemos de las ¿decenas? de personas que, generación tras generación ilustraron las paredes de la cueva. Podrían haber sido predominantemente mujeres o exactamente lo contrario.
Panel de puntos palmares (Autor: Claude Valette / Wikipedia Commons)
Pero aún queda por responder una pregunta más importante. ¿Por qué nuestros lejanísimos ancestros dedicaron tanto tiempo a representar animales en las hostiles profundidades de las cuevas? Existen diferentes teorías. Quizás se tratase de un ritual para favorecer la caza o fuese parte de un culto animista. O puede que fueran representaciones de las visiones del chamán del grupo durante algún trance provocado por la ingestión de psicotrópicos naturales. También sería posible que todo fuese una forma de marcar el territorio frente a otros grupos de cazadores-recolectores. Podría enunciarle una a una todas las hipótesis que se han planteado para explicar este fenómeno, pero voy a decirle la verdad: no tenemos ni puta idea. Es más, nunca jamás tendremos ni puta idea de por qué las gentes del Paleolítico Superior europeo se afanaban en pintar animales con sorprendente naturalismo en las profundidades de las cuevas del sur de Francia y el norte de España. La razón es tan obvia como desoladora: vivieron en la Prehistoria.
A lo largo de los siglos, los historiadores han acabado conviniendo en dividir el devenir de nuestra especie en dos grandes etapas: la Historia y la Prehistoria. El salto de una a la otra lo marca la invención de la escritura. Esta periodización resulta a primera vista abrumadoramente desigual: la Prehistoria abarca, por lo que se refiere al Homo sapiens sapiens, más o menos 309 000 años; la Historia, los últimos 6000. ¿Por que se ha elegido una forma tan descompensada de dividir nuestro pasado? Y, sobre todo, ¿por que se ha seleccionado la aparición de la escritura como cesura entre las dos épocas? ¿Por qué no la invención de la pólvora o la rueda o la agricultura? La razón tiene que ver más con nosotros que con nuestros ancestros.
Mujer pintando uno de los bisontes de Altamira. No sabemos si esto fue realmente así, pero la recreación es más que verosímil. De manera muy parecida se hicieron las pinturas de Chauvet-Pont d’Arc. Autor: Arturo Asensio, https://www.arturoasensio.es/# . Hágame el favor de visitar esta página. Sus ilustraciones histórico-arqueológicas son preciosas.
La escritura tiene la mágica cualidad de seguir transmitiendo los pensamientos de una persona muchos siglos después de que el cerebro que los albergó se convirtiera en cenizas. Usted sabrá muchas cosas de sus padres y de sus abuelos, pero ¿qué conoce de su tatarabuelo por línea masculina? Nada. Pero si encuentra su partida de nacimiento, averiguará cómo se llamaba y, si halla su registro de boda, sabrá con quién se casó. Y si, por casualidad, encontrara su diario, sabría cuáles eran los miedos, los deseos, los sueños y el día a día de su tatarabuelo. De pronto, todo eso volverá a existir. Ese es el poder milagroso que tiene la lectura: en cierto modo resucita a los muertos. Nos permite sentarnos a escuchar sus monólogos. Hace más de 2000 años que murió el poeta romano Catulo, pero sabemos que estaba desesperadamente enamorado de una tal Lesbia y que odiaba furiosamente a un cierto Aurelio y despreciaba a un celtíbero llamado Egnacio. Lo sabemos porque conservamos sus versos. Sin embargo, no sabemos en qué creían las personas que vivieron durante los más de 300 000 años que duró la Prehistoria, ni qué opinaban del amor o de la muerte. No sabemos a qué dioses adoraban ni qué pesadillas los torturaban al calor del fuego durante las largas noches de invierno. No sabemos cómo sonaba ninguna de las innumerables lenguas que debieron surgir, evolucionar y extinguirse a lo largo de esos 300 milenios. No sabemos el nombre de una sola persona de la Prehistoria ni jamás lo sabremos. Todos esos cientos de miles de años y de vidas se perdieron para siempre en la nada. Sin palabras conservadas en viejos pergaminos o en el mármol o en monedas de plata o en tablillas de barro cocido, los historiadores no pueden acceder al pasado. Sin fuentes escritas no hay historiografía. Por eso la Prehistoria es terreno privativo de la Arqueología. Y sin historiografía, sin fuentes, no podremos saber nunca en qué creían, qué pensaban y por qué hacían que lo hacían los hombres y mujeres de la Prehistoria. Sus actos murieron para siempre con ellos. Solo nos quedan las suposiciones, como los huesos de un difunto: ¿qué queda de la persona a la que amamos en su esqueleto? Solo el calcio.
Pero yo le había prometido hablar de dos descubrimientos y hace rato que, como siempre, me vengo perdiendo en divagaciones. El primero fue el de Éliette Brunel, que ya vimos al principio; el otro también se produjo en la cueva de Chauvet-Pont d’Arc, aunque ocurrió muchos miles de años antes. Hay una amplia cámara en la gruta conocida como la “Sala del cráneo”. Debe su nombre a las numerosas cabezas de oso cavernario que se hallaron en ella o, mejor dicho, a una en concreto. Porque ha de saber que durante milenios nuestros ancestros compartieron el uso de la gruta con estos enormes plantígrados, que solían hibernar en la profunda oscuridad de la cueva de la Chauvet. Muchos fallecieron de muerte natural durante su larga siesta de los meses de invierno, dejando aquí sus huesos para la eternidad. En esta sala se encontró un cráneo de oso cavernario colocado sobre un gran bloque de piedra hace miles de años, de ahí el nombre de la cámara. Alrededor de este pequeño altar, se hallaron otros 50 cráneos de oso. Es evidente que todo esto fue obra de seres humanos del Paleolítico, pero, de nuevo, nunca sabremos con seguridad cuál fue el propósito de esta instalación. En esta sala, como en toda la cueva, abundan las huellas de oso y de lobo, y cruzando entre ellas nos encontramos con las impresiones sobre el suelo fangoso de un pie humano. Por su morfología sabemos que pertenecían a un individuo infantil: un niño de alrededor de 1’30 m de estatura y de entre ocho y diez años de edad. A falta de un antropólogo forense que nos explique cómo reconocer el cromosoma Y en las huellas de un chaval prehistórico puede usted imaginarse tranquilamente a una niña. El rastro de las huellas se extiende a lo largo de unos 45 metros y por la distancia entre las pisadas sabemos que el muchacho o la muchacha estaba caminando a un ritmo pausado. Como no se han encontrado otras huellas humanas, no es absurdo pensar que el niño se adentró solo en la sala. Una cosa más sabemos. En algún momento se detuvo por unos instantes, dejando la antorcha que portaba una mancha de carbón vegetal en las paredes de la cueva. Ese mínimo resto orgánico nos ha permitido datar con notable exactitud la escena. Todo ocurrió hace unos 30 000 años, es decir, durante el segundo periodo de ocupación. En aquella época, la mayor parte de las pinturas ya decoraban desde hacía milenios las paredes de la cueva.
Huella del niño en la Chauvet. (Michel-Alain Garcia–CNRS MAE Nanterre)
Sabemos entonces que hace 30 milenios un niño, provisto de una antorcha, se adentró en la cueva y, caminando pausadamente como el devoto que se adentra en suelo sagrado, posó sus maravillados ojos en todas esas imágenes de osos cavernarios, leones, mamuts y rinocerontes lanudos inmortalizadas en las húmedas paredes de la Chauvet-Pont d’Arc. Hay mucho de hermoso en el hecho de que el primer espectador de arte de la historia de la Humanidad del que tenemos noticias fuera un niño de diez años. Podríamos pensar que no hay mucha diferencia con cualquier escolar que en el Museo del Prado o en el Louvre por un momento se aparta de sus padres para observar con más detenimiento un cuadro que le llama la atención. Y, sin embargo, apenas podemos imaginar qué pudo haber pensado ese niño, porque si bien cronológicamente le separaban entre 6500 y 3500 años de las imágenes que estaba observando, mentalmente la distancia entre él esos trazos negros era casi infinita.
A ver si con un ejemplo consigo explicarle lo que quiero decir. Pongamos el caso de la pirámide de Keops. Fue levantada hace unos 4500 años, por lo que cronológicamente podríamos decir que nos separan de ella más o menos los mismos milenios que distaban de ese muchacho buena parte de las pinturas que vio. Sin embargo, la distancia mental es mucho menor. Nosotros sabemos el nombre de quién construyó la Gran Pirámide de Guiza. Sabemos por qué lo hizo. Sabemos cómo se llamaban sus padres, sus esposas y sus hijos. Sabemos a qué dioses rezaba, qué universo mental lo impulsaba y qué lengua hablaba y sabemos que su deseo de ser recordado era tan gigantesco como la pirámide más alta jamás construida. Todo eso lo sabemos porque podemos leerlo en los jeroglíficos en los que ese mundo quedó consignado y aletargado durante siglos, como si se tratara de una especie de Blancanieves, un mundo que despierta a la vida cada vez que posamos los ojos en las palabras en las que está cifrado. Pero entre ese niño y las pinturas que estaba observando no había una explicación consignada en letras, no había memoria, no había nada; solo una imaginación infantil y 3000, 4000 o 5000 años, tiempo de sobra para que las tradiciones orales sobre quiénes hicieron esas pinturas se transmitieran, se modificaran, se perdieran, se olvidaran, se reinventaran, se alteraran, se malentendieran y se innovaran, para volver a desaparecer. El lapso de tiempo entre ese niño y las pinturas que estaba observando es una distancia mitológica, mayor incluso que la que nos separa a nosotros de los centauros, las amazonas o el arca de Noé.
Rinocerontes lanudos huyendo en estampida. (Autor: Claude Valette / Wikipedia Commons)
Puede que ahora estemos en disposición de comprender las palabras de Borges que yo citaba al principio. Escuchémosle. Quizás entendamos algo:
“La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.»
Cuando estamos delante de algo bello, algo hermoso, algo más importante que nosotros, todos somos un niño de hace 30 000 años que, con una antorcha en la mano, caminó sobre el fango de las oscuras profundidades de una cueva, mientras contemplaba maravillado una mitológica fauna de tizne y ocre, petrificada en las paredes, más remota que la propia memoria y mucho más antigua que los mismos dioses. He de confesarle que, a veces, rezo por que la vida de ese niño haya sido hermosa.
Y ahora que, por fin, llegamos al final de mi torpe palabrería, aproveche la ocasión para adentrarse en la cueva de Chauvet-Pont d’Arc gracias a la visita virtual del yacimiento que ofrece el Ministerio de Cultura de Francia. La versión en español es mejorable, pues muchos textos están aún en francés, pero si pincha primero en un punto y luego en alguna de las fotos de los detalles, podrá verlas ampliadas con el comentario en castellano. Pinchando abajo a la derecha puede elegir la sala que desea visitar. Que se divierta. Le ruego no escatimar en nada su asombro.
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